Yo, tú, él


El cubo de acrílico que descansa en el buró junto a mi cama es negro y liso, brillante. Lo abro y ahí estoy yo mismo en chiquitín. Al primer rayo de luz, esta versión pequeña de mí corre hacia una esquina de la caja. Se asusta porque sabe lo que vendrá después.

            Así empiezan casi todos mis días: le pongo un dedo en frente, para que lo tome y suba trepando hasta mi mano. El muy pillo me saca la vuelta y corre en la dirección contraria. No entiendo por qué combate lo inevitable, lo único que consigue es conmoverme cuando lo veo corriendo de un lado a otro con sus bracitos en alto, agitándolos como un loco pidiendo auxilio.

            Lo acorralo en una esquina. Tiembla. Por fin entiende que o se acopla o se chinga. Resignado, se sienta de piernas cruzadas en mi palma. Lo escucho refunfuñar con su agudísima voz de la que sólo alcanzo a distinguir dos o tres palabras:

            “¡Incriibli!”

            “¡Ni hiy rispiti!”

            “Mi privicidid”

            Sus manos se mueven discutonas de un lado a otro y alcanzo a verle el rostro un poco colorado. Es tan parecido a mí, hasta diría que es idéntico, pero eso… eso no lo sabemos ¿verdad? No hasta terminar las pruebas.

            Lo llevo al estudio que está junto a mi recámara. No entiendo por qué me detesta ¿me detesto? Más bien, me teme ¿me temo? ¡Es injusto! Le he dedicado más tiempo y atención de la que cualquier padre le brinda a un hijo. Me he esforzado durante años fabricando estas diminutísimas cosas para poder hacer los experimentos médicos, físicos y sociales. Hasta me tomé la molestia de construirle esta casita, con amigos y amantes, pequeños robots con apariencia humana con los cuales puede conversar.

            Bueno, en realidad siempre está platicando conmigo porque yo los controlo con la computadora. Así, he llegado a conocerlo, incluso diría que lo quiero pues no es más que mi reflejo, con mis ojos y mis manos, mis gestos. La única incógnita que me queda es si tendrá también mis pensamientos. Una vez que comprobé la similitud de nuestro ritmo cardiaco, nuestra habilidad matemática, el tiempo que aguantamos sin respirar bajo el agua, la cantidad de pedazos de pizza que podemos comer (sí, también hice petit gourmet) y tanta prueba a la que lo sometí, quedaron algunas preguntas: ¿Razonaremos igual? ¿sentiremos lo mismo?, ¿qué pasa si uno conversa consigo mismo, pero la contraparte está materializada en otro cuerpo?, ¿qué pasa cuando una de las partes está aparentemente dominada por la otra? Ni siquiera sabría quién domina a quién. ¿Es esto a lo que llamamos divinidad?

            Lo pongo en la casa junto a una de las chicas, Natalia. Ella lo saluda e inicia la conversación. Sé que es muy listo y no se deja engañar por el teatro, pero tarde o temprano se deja envolver en la ilusión que con tanto cuidado armé para él.

            Cuando está así no me gusta interrumpirlo; se olvida de mi existencia, de que lo estoy viendo y se enfrasca en la lectura de los libros que le imprimo. Se apasiona al besar a Becky, la morena bustona a la que le paga por tener sexo. Se concentra en resolver los problemas matemáticos por los que recibe dinero en su cuenta bancaria. Se enfurece con los resultados de los partidos de futbol que ve desde su televisor. En resumen, vive sin recordar que tarde o temprano regresará al cubo de acrílico. Me pregunto si acepta el engaño para descansar de la realidad.

            A veces lo dejo en ese mundo falso varios días, hasta que el pánico de que haya escapado me despierta a media noche y me apuro a meterlo en el cubo de acrílico. A veces simplemente extraño saber que está descansando junto a mi cabeza.

            Dejo la computadora en automático con la chica en respuesta estándar, regreso a mi habitación para poner orden: hacer la cama, ordenar el clóset, regar las plantas. Esta mañana estaba tan exaltado por el experimento que dejé el quehacer a medias. Hoy por fin lo enfrentaré con su posible muerte, habrá un enorme accidente, veremos cómo reacciona. ¿Esperará que lo rescate? Aún no me decido si será un incendio o un derrumbe. No creo que sea de los que reza; yo no soy así. ¿Rogará por mi ayuda? No creo, yo he sido valiente.

            Sacudo el polvo de mi escritorio, acomodo el cubo negro en su lugar exacto, barro el piso. Finalmente abro las cortinas, pero ¿qué es eso tan enorme que me tapa el sol? Pareciera… No. No puede ser. Es una monstruosidad color piel tostada con protuberancias que parecen tentáculos y… ¡Dios mío, es una mano! Y viene hacia mí.

            Suelto un grito, cierro la cortina, me apresuro en llegar a mi laboratorio donde está mi chiquilín. ¿Cómo puedo protegerlo? Se escucha un estruendo, un crujir de concreto y metal. La luz se empieza a colar por las esquinas del techo. Polvo. Polvo y ruido y mis gritos y mi propio miedo. Corro de un lado a otro, no sé qué hacer, busco algo con qué proteger el trabajo de mi vida. Es demasiado tarde, sobre mi cabeza no hay más que cielo.

            Se acerca la mano inmensa y yo grito, de reojo alcanzo a ver que el pequeño yo está en la minúscula sala, con su chica bajo el brazo y una cerveza en la mano. Un dedo índice y un pulgar rodean mi cabeza y la presionan. Mis pies ya no tocan el piso y con las orejas cubiertas ya no escucho ni mis propios alaridos y lo único que veo es la profundidad de un enorme iris del mismo color que el mío.

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