Ojos color yema de huevo


Mi familia se mudó de casa dos días después de que murió mi hermano Miguel. Fue como si el acontecimiento hiciera a mis padres cerrar de golpe nuestra vida y abrir un cuaderno en blanco inmediatamente, pero ya no en la Ciudad de México, sino a las afueras de Saltillo. Era verano. Nos mudamos a un rancho en medio de la nada, se veían cerros hacia cualquier lado y lo más alto eran los quiotes del maguey. A pesar del hueco que tenía en el pecho, mis padres no me dejaron conservar cosas de Miguel.

            – ¿Y cómo voy a recordarlo? – pregunté.

            – Mirándote al espejo – me contestó mamá mientras intentaba secarme la cara.

            Nos decían que éramos iguales, casi gemelos. Tal vez porque solo era poco menor que yo, o quizás porque nos gustaba hacer todo juntos.

            Encontré la manera de quedarme algunas cosas a escondidas: unas estampas viejas del mundial, una cachucha de los Pumas, unas conchas que recogimos en un viaje a Acapulco y obviamente sus casetes de GameBoy. De tonto que los tiraba. Me metí las conchas en la bolsa de los jeans y desde entonces no salgo de casa sin ellas.

            Pasé los días antes de que reiniciaran clases entre nopales y laguitos que se hacían en las hendiduras de las tierras junto al rancho. Le agarré el gusto pronto. Hice un solo berrinche y fue porque quise una casa del árbol, una guarida donde pensar, jugar y tal vez llorar. Lo conseguí.

            La escuela en la que me inscribieron está a media hora en coche del rancho (o en carro como dicen los norteños). Era un edificio normal y los chicos también lo eran, ellos tenían casas normales cerca del centro. Los únicos raros que vivían en medio del campo éramos nosotros.

            La maestra me presentó y yo me puse blanco, odio que me vean tantos ojos a la vez. Por suerte los demás me encontraron interesantísimo; por ser chilango y por vivir ahora rodeado de caballos, casi en el desierto. Así que en cuanto me senté en el escritorio empezaron:

            – ¿Y por donde vives llega el agua?

            – Mas o menos, hay pozos y un sistema ahí…

            – ¿Y qué es lo que más extrañas?

            – Los tacos de la calle, aquí solo venden gorditas – contesté, aunque en realidad extrañaba a Miguel.

            – ¿Y que sientes de respirar aire limpio?

            – Me marea – dije en chiste y la que me preguntó sonrió.

            – ¿Y ahora le vas a ir al Santos?

            – Pos no tengo ganas de ser un perdedor, así que Puma por siempre.

            Empezó la carrilla y así de rápido fui popular. En mi escuela anterior era más difícil ser admirado, había que tener un papá que llevara a la clase al estadio o tener los mejores casetes de GameBoy. Yo contestaba el interrogatorio muerto de risa y apretaba las conchitas de Miguel con la mano metida en el pantalón.

            Sólo una chica del salón no se había acercado a hacerme preguntas graciosas. Tenía el pelo negro y en una cola de caballo, la piel blanca cubierta de pecas y unos ojos de color indefinido. Diría que amarillos, pero eso no existe. Diría específicamente que me parecieron color yema de huevo.

            – Se llama Coral, es calladita, pero inofensiva. Cae bien. – me dijo Juanelo, un cuate al que le caí increíble.

            Coral me veía todo el tiempo. Se acomodaba cerca de mí en las clases, incluso en la hora de deportes. Se paraba junto a mí y me miraba con sus ojos tan extraños, pero no emitía ni un sonido. Tenía ganas de decirle algo, pero no se me ocurría qué. Juanelo me decía de burla que quizás lo que quería era aspirar mi aroma de rancho.

            ¿Estaría obsesionada conmigo? Mi madre se enojaba si Miguel o yo decíamos cosas de ese tipo. “No todo se trata de ustedes”, nos repetía. Y por eso yo nunca hice berrinches, más que aquel de la casa del árbol.

            Una mañana creí ver a Coral esperándome afuera del rancho, un matorral tapó su silueta ahí parada con su lonchera en las manos, pero cuando pasamos el tramo no había nada ni nadie. Era imposible que fuera ella, vivíamos lejísimos, seguro me la imaginé. 

            Empecé a soñar con ella. No románticamente. Me imaginaba que estaba parada junta a mi cama mirándome como lo hacía en el salón y me despertaba asustado. Me daba miedo cuando pensaba en ella, pero al verla en clase con su cara pecosa y ojos de huevo estrellado se me quitaba. De verdad era inofensiva.

            Una tarde, después de echar la cascarita en la escuela, salimos a comer un helado el equipo completo. Ya casi ni me sorprendió sentir una mirada mientras pedía mi bola de nieve en el mostrador. Cuando volteé, ahí estaba.

            – Ahí está tu enamorada. – Empezaron a corearme.

            Cuando vio mi sorpresa, Juanelo me explicó:

            – Nos dice a todos que ustedes son novios.

            – ¿Con que lengua si ni tiene? – contesté molesto. Me acerqué decidido a confrontarla, a decirle que me dejara en paz. Cuando la tuve cerca, frente a frente, vi lo linda que era y quise frenarme, pero la pregunta ya había escapado.

            – ¿Que andas diciendo que somos novios?

            A Coral le salió una risita aguda, bastante tierna. Eso me molestó más.

            – ¿Cómo crees? Si ni te conozco.

            – Entonces deja de seguirme – dije sin querer decirlo.

            – Es que mi novio siempre está contigo.

            Yo creo que hice cara de interrogación mientras mi cerebro descifraba si Juanelo y Coral eran novios y cuando me di cuenta Coral había tomado mi muñeca. Me sacó la mano del bolsillo del pantalón, la acercó hacia ella y abrió el puño donde tenía apretujadas las conchas de Miguel.

            – Se parecen mucho – me dijo en voz baja y me guiñó un ojo amarillo. Me tardé un minuto en que las piezas se acomodaran en mi cabeza. Era cierto, nos lo decían seguido. 

            Mi madre tenía razón, no se trataba de mí.

            Después de eso, Coral fue mi primera invitada a la casa del árbol; así nos hicimos amigos.

Anterior
Anterior

Familia descadaverada

Siguiente
Siguiente

Yo, tú, él