La verdad sobre Madre


Vivíamos en una casa blanca muy bonita. Las puertas eran de madera clara, los muebles no tenían un estilo definido, pero todos eran rectos y no muy obscuros. Los techos tenían doble altura y las paredes estaban adornadas con cuadros de pintores mexicanos. El arte era quizá lo más llamativo, pues todas las obras eran de colores vivos y motivos nacionales: inditas y paisajes y frutas y pueblos. Es en lugares así, tan pintorescos, donde suceden las cosas más horribles. Ahí vivíamos Julia, Madre y yo y éramos muy felices, por lo menos Julia y yo. 

            Nuestro cuarto (el mío y el de mi hermana Julia) tenía una pared rosa mexicano con un hueco donde había una Guadalupana de latón. Las colchas eran naranjas, pero estaban casi cubiertas de cojines y peluches. Nuestras camas estaban dispuestas a una sana distancia que Julia jamás respetaba. Siempre que tenía pesadillas, que era casi cada noche, saltaba de su cama a la mía sacándome un grito ahogado. Luego se acurrucaba debajo de las sábanas y se me abrazaba como un pequeño koala. Me hacía pasar un calor terrible durante la noche, con su cuerpecito adherido al mío, pero nunca tuve el estómago para mandarla de regreso a sus dominios.

            Julia y yo nos parecíamos mucho, las dos con el pelo colorado y pecas en la nariz. Ella tenía los ojos azules. Yo tengo uno azul y el otro café, pero fuera de esa rareza, ella siempre fue la excéntrica del par. Recuerdo mirarla de reojo mientras jugaba sola con los ponis, unos caballitos de plástico tinturado que nos regalaba cada navidad la tía Cachi. Hacía voces agudas para los femeninos y graves para los masculinos. En sus juegos siempre algún personaje terminaba muerto. Más que el juego, lo sorprendente era su talento para hacer voces. Los graves le salían como gruñidos de ultratumba, guturales y viles. Los agudos eran como aullidos de sirenas, llenos de una falsa inocencia que los volvía escalofriantes. Pero cuando terminaba su inquietante puesta en escena, ella reía con su risa de siempre, enseñando los huecos de los dientes perdidos, y me devolvía la tranquilidad.

            Recuerdo un día que fuimos al supermercado. Madre nos subió a las dos en el carrito, Julia y yo nos dedicamos a meter cosas a hurtadillas. De repente, con sus ocurrencias de costumbre, mi hermana se arrojó del carrito al piso. Se dobló el pie y empezó a gritar como loca. Me bajé y la abracé para que se calmara, diciéndole cosas lindas al oído. Le dolía mucho y me clavaba las uñas en la espalda. Me las clavó tan duro que me sacó sangre y yo también empecé a gritar de dolor.

            – ¡Paulina! ¡Deja de hacer berrinche! – Madre me jaló de un brazo y me lo dobló con fuerza, tirándome al piso sin querer. Me levantó de la trenza de un solo jalón. No quise que a Julia también le tocara, así que no le eché la culpa. Tomé su manita y seguí a Madre en silencio. Mientras caminaba, me di cuenta de que tenía sangre en los hombros, en las uñas y en la cabeza. Pensé que de milagro Madre no me dejó calva.

            Julia empezó a perturbarme en serio la noche en que entré al cuarto y la encontré viendo a la Virgen del nicho. Su cara, que era tan bonita, estaba distorsionada en una mueca horrible. Tenía la boca abierta, dejando ver los espacios de los molares que aún no le salían. Sus ojos estaban casi en blanco y temblaba. Grité “¡Julia!” con todas mis ganas y giró la cara hacia mí, toda sonrisas y normalidad. Me contestó con la vocecita que siempre me conmovía: “¿Quieres que juguemos a algo, Pau?”. Y así lo hicimos. Al día siguiente observé que la virgen tenía la cabeza de latón doblada hacia abajo, completamente plegada. Ya no se podía ver su cara y tenía las manos hacia atrás. Me inquietó mucho la imagen, pero me dio aún más miedo contarle a Madre. Era muy extraño pues el nicho estaba alto; ni Julia ni yo alcanzábamos a tocar los pies de la Virgen.

            Esa noche me dormí pensando en Julia y sus particularidades. Me estaba poniendo paranoica, pues no había niña más buena y cariñosa que ella. Pero había algo inquietante, indefinido, más allá de sus bromas extrañas y sus trances. Mi hermanita no crecía, se quedó chimuela y sus dientes no salían nuevos. Era bastante bajita. Yo crecía y crecía y ella seguía igual.

            Al día siguiente, sentí las manitas de mi hermana alrededor de mi cuello como cada mañana después de una de sus pesadillas. Sonreí. Cuando abrí los ojos, me encontré con una cara (su cara) tan blanca que se le veían las venas. Estaba hinchada, muy hinchada, y tenía marcas negras en el cuello. Me levanté de un brinco. Sentí ganas de vomitar y temí que el corazón me explotara. Me di cuenta de que el esperpento intentaba sonreír y así se parecía un poco más a mi hermana. Con una de esas voces roncas que sabía hacer, me dijo:

            – Pau, Mamá me mató.

            Salí corriendo del cuarto. Tenía tanto miedo que no podía gritar, ni llorar, ni respirar. Entré jadeando a la cocina. Ahí estaba Madre, preparando unos huevos mientras tarareaba una canción de cuna. Ya frente a ella me sentí tonta por lo que iba a decir, aunque mi cerebro no dejaba de palpitar con fuerza, con miles de caballos galopándome en las sienes. Típica Julia haciendo bromas pesadas. Pero esta vez se había pasado, con el maquillaje y la voz de ultratumba y las manitas frías y pegajosas.

            – Ma, Julia está haciendo cosas rarísimas.

            – ¿Qué Julia?

            A pesar de que sentí un sudor frío en el cuello y los brazos, puse los ojos en blanco y con el tono más fresco que pude dije:

            – Que chistosita, ma. Julia, mi hermana.

            Soltó la pala con la que revolvía el desayuno y se puso una mano en la cintura. Me miró como miran los adultos a los niños cuando no entienden sus juegos y les irritan.

            – Paulina, tú no tienes ninguna hermana.

            Y se volteó nuevamente hacia la estufa.

            – Ya estás grandecita para tener amigos imaginarios, ¿no crees? – Volteó a verme, ahora seria y realmente molesta. Su mirada y su voz eran frías, malvadas incluso. Me recordó a una de las voces que hacía Julia con sus caballos de juguete. – Deshazte de ella.

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