Palabras gastadas


Jano cerró la puerta sin hacer ruido, era casi media noche y no se despidió de nadie. Esperaba que sus padres y hermanos se las arreglaran sin él. Sabía que lo harían, sino no se iría. En cualquier caso, su madre pensaba que antes de que terminara el año, Jano se arrejuntaría con la Lupe y entonces se marcharía de casa para proveer a su mujer y a su futura prole.

           Por eso tenía que irse, tuvo que hacerlo. Entre la Lupe y su madre no sabía quién lo presionaba más para cerrar el trato de una buena vez. El día anterior tuvieron una plática que lo precipitó todo. Estaban recargados besándose, ocultos en la parte trasera de la iglesia. Eran cuidadosos de que nadie los cachara a media indecencia, pues aún no eran oficiales.

           – ¡Ya! Vamonos pa’l monte, pa’que ahi me tomes.

           – No se puede, Lupe, si nos ve tu familia me parten mi mandarina en gajos.

           – Qué caray con eso, tons ya hay que hacernos nuestra casita.

           Jano le soltó la cintura y miró al piso.

           – Sé que ya tienes los ahorros… me dijo tu amá. – Insistió Lupe.

           – Lo que tengo son los nervios.

           – ¿Pos de qué?

           – De que me ames y yo no sepa qué es eso.

           – ¿Pos qué va a ser? Pos que tiamo, tal cual.

           No supo qué contestar así que la siguió besando. Daba unas caroñatas tremendas, la Lupe. Él le acariciaba el cuerpo, pero muy respetuosamente por encima del vestido de algodón que usaba día tras día. Ella le metía mano por todas partes.

           Jano había escuchado muchos “tiamos”: de su padre a su madre, de su tío Eulayo a su mujer, de Eleazar, su amigo, a sus múltiples viejas. Les decían eso y tantas cosas hermosas, pero después llegaban borrachos y les daban de golpes y se nalgueaban a las chamacas en la plaza. Lo mismo las doñas, bien amorosas al principio y al rato puro “huevón” y “borracho” y “pendejo”. Él no quería eso para la Lupe, ella lo era todo con sus dulces ojos mexicanos, sus caderas fértiles y ese carácter. No era como las otras muchachas del pueblo, bola de dejadas. Ella era una yegua.

           Así que Jano salió en busca del amor, o de su significado, o de lo que fuera. “Sólo por un ratito” se dijo “hasta que lo entienda”. Quería a su novia, pero malsabía escribir con apenas educación primaria, ¿Cómo iba a saber amar? No sabría qué decir o qué hacer, en ese pueblo perdido nadie amaba de veras. En medio de la noche, echó un último vistazo a su casa de bambús y tierra, y supo que por un tiempo dormiría con el suelo por catre y el cielo por techo, la luna su única fuente de luz. Le pareció bien.

           Agarró camino hacia el pueblo central, que era donde llegaban los camiones de Bimbo y Coca-Cola para distribuir productos a las comunidades de alrededor, comunidades como en la que vivían Jano y su familia. Saludó a un chofer que se veía tranquilo y le pidió que tirara paro y le diera un aventón para la ciudad más cercana.

           – Sería a Puebla, está acá al tiro, a unas siete horas.

           – ¿Siete horas? – Repitió Jano, incrédulo, pues le sonó prontísimo.

           – ¿Qué te digo? Los caminos están jodidos por la lluvia. 

           – Siete horas están bien, señor.

           – No me digas señor, dime Chendo.

           Platicaron una buena parte del camino, Chendo hablando más, Jano escuchando muy sorprendido. El chofer le contó de sus dos familias. Tenía una en Puebla y otra en Poza Rica. Les puso el mismo nombre a sus dos primogénitos y les regalaba lo mismo a sus dos viejas, pa’no confundirse, dijo. Le contó sus aventuras del camino, principalmente accidentes de carretera y una que otra balacera. Hicieron dos paradas, una para evacuar el esfínter y otra para que Chendo se metiera una línea de polvo por la nariz. Cuando finalmente le preguntó al muchacho a qué iba a Puebla, Jano ya había agarrado suficiente confianza para confesarle:

           – A aprender del amor – le dijo, pues era más grande su honestidad que su timidez.

Chendo soltó una carcajada que le duró hasta la siguiente caseta.

           – A aprender del amor – logró repetir apenas recuperó el aire – pensé que era lo único que hacían en el monte. Yo de eso conozco bien, te voy a llevar donde Doña Felicia, ahí te van a enseñar lo que haya por saber.

           Apenas alcanzaron a ver la parroquia a lo lejos cuando Chendo se desvió, alejándose del centro de la ciudad y metiéndose por pequeños caminos hasta llegar a un callejón cerrado. Era de noche. Jano se asombró con los edificios de piedra y con las farolas que iluminaban las fachadas. Se detuvieron frente a un lugar con puertas y ventanas pintadas de rojo. Una mujer que fumaba un cigarro se asomaba por encima del letrero de luz neón que decía: “Casa Felicia”. 

           – Aquí te dejo. Pregunta por las Chayas. Yo ya me voy con los míos.

           Le extendió la mano y se despidió con una sonrisa.

           Jano tocó tímidamente la puerta roja que se abrió y no le quedó de otra más que entrar.  Encontró a varias chicas sentadas en un comedor, hablaban casi a gritos. Olía a cigarro y a un potente limpiador de limón. Todas lo voltearon a ver al mismo tiempo, como un grupo de vacas cuando pasa un carro. Escuchó risitas y una de ellas se le acercó con cara de pregunta. 

           – El Chendo me mandó con las Chayas. – Quiso parecer seguro pero le sonó raro, hablar así como lo hizo.

           – Ándale, pícaro, con que eso te gusta, ¿eh?

           Lo tomó de la mano y lo dirigió a un cuarto.

           – Quédate aquí, ahorita te las mando.

           Jano se sentó en la cama, rebotó un poco, contento de tener tanto espacio para él solo. En lo que esperaba, cerró los ojos para descansarlos y se quedó dormido. Al rato sintió un aliento cerca de su cara y otra respiración caliente en su abdomen, que ya no tenía camiseta que lo cubriera. Más de un par de manos le sobeteaban el cuerpo.

           – Enséñenme de amor - dijo en un suspiro.

           Una de las dos rió una risa fresca, frutal. Ambas se turnaron para susurrarle cosas tiernas y puercas al oído, poniéndole los labios en el cuello. Las orejas le cosquillearon. Una corriente eléctrica le recorrió desde la nuca hasta los pantalones, y se dejó llevar. 

           Despertó solo. Había un papel doblado en el buró junto a la cama. Una carta tal vez. Decía:

 

           Se lo cobramos al Chendo,

           Suerte, nene.

 

Así de golpe entendió que aquello había sido actuado y se sintió tonto como un niño, tanto que le dieron ganas de llorar. Pasó frente al comedor lleno de muchachas ¿Se la pasaban ahí todo el día? Susurraron al verlo pasar. Escuchó la palabra “virgen” flotando entre el humo y se le calentó la cara de vergüenza. Salió con la decepción aplastándole la cabeza de ese lugar que le supo a sudor y a vacío, y conocía tanto sobre el amor como cuando entró.

           La torre de la iglesia lo había atraído desde que miró Puebla a la distancia, así que entró a hacer la visita. De paso le pidió perdón a diosito por lo de Casa Felicia, aunque en realidad no sentía culpa, sino extrañeza. En una de las columnas del interior de la iglesia resaltaban unas letras recortadas en papel morado. Las leyó despacito:

 

           El amor de Jesucristo nos conducirá a la vida eterna.

 

No le sonó a la clase de amor que le interesaba. Aparte ¿para qué una vida eterna? ¡Qué cansancio! Volvió hacia la plaza y se sentó en la banqueta frente a la parroquia. Apenas llevaba un día en la ciudad y ya no se le ocurría donde buscar. Escuchó música. Venía de un señor mayorcito que cantaba y tocaba la guitarra para la gente que comía en un restaurante. Se acercó para oír mejor:

 

           Si tienes un hondo pesar

           Piensa en mí;

           Si tienes ganas de llorar

           Piensa en mí.

           Ya ves que venero

           Tu imagen divina,

           Tu párvula boca

           Qué siendo tan niña,

   Me enseñó a pecar

 

Jano quedó pasmado. Esas frases preciosísimas expresaban bien preciso lo que él sentía por la Lupe, las cosas que existían en su alma y que no sabía decir. Le llegaban, aparte, bailando en una melodía que lo conmovió. Esperó a que terminara.

           – Oiga, ¿usté escribió esa canción tan hermosa?

           – Nada me gustaría más, pero es del maestro Agustín Lara.

           – Y a él, ¿Dónde puedo encontrarlo?

           El músico rio.

           – En el panteón de Dolores, enterrado.

           – ¿Y qué cosas enseñaba ese maistro?

           – Principalmente asuntos del corazón, pero también de música y buen gusto.

           – ¿Usted puede enseñarme d’eso?   

           – ¿Y yo qué gano?

           – Puedo trabajar para usté.

           El músico se quedó mirando los pies enguarachados y sucios del chavito que le hablaba, las manos callosas y la ropa gastada. Concluyó que tenía el aspecto de los que saben trabajar y decidió darle un chance.

 

Más de un año estuvo Jano trabajando para el músico, quién resultó ser un Eusebio y resultó tener una miscelánea en la que Jano chambeaba diez horas al día. El demás tiempo lo usó para aprender algunos acordes de guitarra que su patrón le enseñaba con paciencia y a memorizar las letras de los grandes: de Infante, de Negrete, de Jiménez y por supuesto, de Lara. Antes de dormir, hacía buches con agua caliente para aflojar las cuerdas bucales y practicaba la entonación.

           Juntó dinerito para una guitarra de segunda mano. Pensaba mucho en la Lupe, pero cada día le costaba más recordar cómo eran sus ojos y peor, lo que sentía al mirarlos. Una tarde en que el patrón lo vio tristeando, le platicó de su comunidad allá en el monte, de la terca de su madre y de su amor nunca expresado por la Lupe.

           – ¿Entonces qué hace aquí? Ya regrésese a su tierra, a ver si la Lupe no se juntó ya con otro. Cántele lo que ha aprendido y ya verá… ya verá…

           No se enteró si el camino fue corto o largo. La preocupación de que la Lupe ya estuviera encinta, con la bendición de otro en la panza, convirtió el trayecto en un trance. Llegó corriendo, o como si corriera, con la respiración agitada. La halló en casa de sus padres. Al menos, pensó. Recorrió la sábana vieja de caricaturas que cubría la ventana y la vio de espaldas, tallando algo en el lavadero. Le temblaban las carnes traseras a un ritmo maravilloso. ¡Qué hembra!

           Llamó a la puerta. Cuando la Lupe se asomó, Jano ya estaba con una rodilla en el piso, la guitarra recargada sobre el muslo. Ella se cubrió la nariz y la boca con una mano, de manera que él no veía si su cara era feliz o furiosa, solo podía ver esos dulces, esos hermosos ojos mexicanos.

           Lupe, Lupilla, Lupina 

           Mujer, mujer divina

           Tienes el veneno que fascina en tu mirar

           Mujer, que no se olvida 

           Lupita, Lupica, Lupencia

           Tienes en el ritmo de tu ser

           Todo el palpitar de una canción

           Y eres la razón de mí existir, mujer

– Lupe, me fui en busca de las palabras correctas para espresar cuanto te quiero…

           Ella interrumpió el discurso que él planeó con esmero durante casi dos años y se metió a la casa, dejando la puerta abierta tras ella.

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