Familia descadaverada


Encontré la caja de zapatos en el piso del clóset, abajo de los abrigos de la Nona, justo en la esquina donde Reina creyó haberla metido. Me abalancé sobre ella, como si la prisa por abrirla pudiera alterar su contenido a mi favor, o como si ese gesto calmara la avalancha de emociones que vendrían al destaparla, hallara lo que hallara.

            La abrí. Sumergí las manos en el fino polvo grisáceo. Apreté los puños con fuerza capturando lo más posible y sintiendo cómo se me escapaba entre los dedos.

            Mis manos actuaron solas mientras yo esperaba el llanto desgarrado que no llegó. Mi cabeza serena, curiosa ante la frialdad de esas cenizas que alguna vez fueron mi hermano. Mi boca se curvó hacia arriba y mis ojos secos sonrieron.

 

Recuerdo que cuando acababa de morir mi papá, me despertaba en medio de la noche aterrada ante la idea de saberlo enterrado a cinco pasos de la puerta trasera, a la sombra del limonero. Los primeros meses tras su muerte este miedo era paralizante, pero tuve que combatirlo rápidamente para consolar a mi hermano Claudio, que tenía pesadillas cada noche convencido de que a papá lo habíamos enterrado vivo. Escuchaba rasguños y reclamos desde el piso del patio.

            Con el paso de los años, ese miedo se convirtió en la vibración de una emoción reciclada, en ternura al recordar esa versión infantil de mi hermano y mía petrificados entre las sábanas. 

            No puedo precisar quien decidió enterrar a papá en el jardín. La Nona insistía en que era la única opción lógica para continuar con el ciclo de la vida, nutriendo así a la tierra y al limonero. De mis tíos, dos de siete se oponían bajo el argumento (cierto) de que el entierro de cadáveres es ilegal, especialmente tan lejos de cualquier terreno sagrado. A esto la Nona contestaba qué con tanto crucifijo y altar, la vieja casa de Tlalpan podría tramitar en cualquier momento la licencia de parroquia y más cuando ahí vivió mi abuelo, beato y santo desde el instante de su partida. Finalmente, demostrando la imperfección de la democracia, ganó la opinión popular.

            El abuelo murió dos años antes que papá, una tarde en que lo acompañábamos por la plaza Río de Janeiro tres de mis tíos, Claudio, mi primo José y yo. Tenía un cono de su helado favorito en la mano y una sonrisa chimuela en la cara. No alcanzó a probarlo antes del infarto. Una muerte trágica y a la vez, bella. Desde que mis tíos eran chicos, el abuelo constantemente les decía: “Si caigo muerto, quiero que sigan caminando y me dejen ahí”. Ya desde entonces, a mis ocho años, yo entendía que esto era más un consejo para seguir adelante y no tanto un deseo de sepultura. Pero mis tíos no lo interpretaron así. Ellos se hicieron los locos cuando vieron que el viejo ya no se movía, chiflando hacia el cielo y volteando a cualquier parte cuando la gente empezó a llamarlos a gritos. Lo dejamos ahí derritiéndose en medio de la plaza, con su bola de helado embarrada en el chaleco.

            Mi hermano Claudio era catorce meses menor que yo; cuando pasó lo del abuelo tenía siete años y cuando lo de papá, nueve. Le costó muchas lágrimas asumir que se habían ido, pero más tiempo le tomó entender las extrañas decisiones de nuestra familia frente a los cadáveres. Yo supongo que son intentos genuinos por darle un último gusto al fallecido, pero a mí me traumatizaron.

            Tanto el cuerpo de mi tía Lorenza como el de mi primito Luis, quien no alcanzó a ver el mundo, se donaron al arte o a la ciencia, como prefieran llamarle. Ahora se exhiben disecados y despellejados en una gráfica postura de parto dentro de la exposición Human Bodies que ha dado la vuelta al mundo.

            Rafael, el hermano mayor de la Nona, se suicidó antes de que yo naciera. Lo enterraron en el panteón de Santa Úrsula sólo para más tarde desenterrarlo y sacudirle el polvo, pidiéndole séntidas disculpas por la osadía de aventarlo con el montón. El esqueleto se lo repartió la familia en un juego de dados y ahora todos tenemos alguna lámpara de fémur, pluma de falange, o cuchillo con mango de costilla para recordar al tío abuelo en las labores del día a día. Mi tío, el más afortunado, tiene su cráneo en el despacho y lo usa de pisapapeles.

            La Nona, quién bendito sea Dios sigue entre nosotros, ha declarado ya varias veces que le gustaría ser embalsamada y postrada para la eternidad en su mecedora junto a la puerta. Con su vestido favorito, por supuesto. Así continuará recibiendo a las visitas. 

            La primavera pasada, Claudio se encontró un tumor atrás de la pierna mientras se bañaba. Consumado evasor de malas noticias, nunca fue al doctor a revisarse y sé que de haber sabido lo que tenía, tampoco hubiera hecho nada. Optó por disfrutar cada día como viniera. Por mi parte, hice paces con la idea de perderlo tiempo antes de que sucediera y aprendí a seguirlo amando a pesar de su negligencia. La noticia me llegó un poco retrasada, pues estaba en la selva Lacandona terminando un artículo para la universidad. Cuando lo supe, salí corriendo en dirección a la carretera, pedí aventón a la central de camiones, compré un boleto con dirección a México, todo esto con el corazón agitado y la cabeza un torbellino de posibilidades, cada una tan descabellada cómo la anterior. Me preocupó llegar para encontrarme con brownies de Claudio, con Claudio momificado, con Claudio convertido en collares y portarretratos, o peor, con Claudio enterrado junto a mi padre en el jardín trasero, como él temía que sucediera…

            Así que Claudio en una caja de zapatos, no está nada mal. 

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