Niña de porcelana


Fátima volteó en dirección al bosque, a ese boque espeso y profundo al que su madre no la dejaba ir. Ni que estuvieran en Hogwarts, ¿qué tanto podría esconder? “Aquí nadie va al bosque”, le dijo su madre muy seria, “no se acostumbra”. La gente nueva debe seguir las normas, pasar desapercibida, particularmente en los Estados Unidos donde hay reglas para absolutamente todo. Pero ese bosque era tan tentador. Se ve desde casi cualquier punto de ese pueblucho al que se habían mudado con el novio de su madre, Bobby. Precisamente en ese momento lo miraba desde el salón de clases, sin poner atención a la verborrea que soltaba la maestra de World History al frente del pizarrón.

            Fátima intuía en el bosque un lugar lleno de criaturas y mundos subterráneos, aunque nada sugería algo así. En realidad, sus compañeros jamás mencionaban el bosque. Parecían ignorar que existiera y cuando ella preguntaba, cambiaban el tema. Pero ella podía oler la magia a la distancia porque siempre ha tenido un excelente olfato. Lo cual no es necesariamente una virtud, pensaba Fátima cuando levantó la mirada hacia el cielo.

            El sol brillaba tan fuerte que casi confunde ese punto azul en la distancia con los destellos que quedan pegados a los párpados cuando uno mira tanta luz. Pero un punto azul era y se acercaba, se acercaba y crecía y creció hasta dividirse en tres y Fátima distinguió que eran unos enormes globos azules. Traían cargando un objeto blanco que se fue definiendo hasta convertirse en una muñeca tan grande como los globotes y aterrizó ahí, en medio del patio escolar. Para ese momento la mayoría de los chicos ya estaban atentos a lo que sucedía afuera y en cuanto el objeto extraño se estacionó en el patio, salieron como marabunta para ver de qué se trataba. La señorita Mortingo (¿qué clase de nombre absurdo es ese?) poco pudo hacer para detenerlos.

            Los muchachos hicieron un círculo alrededor de la muñeca blanca.

            – A que no le arrancas los pelos de un jalón.

            – A que no ponchas esos con tu resortera.

            – A que no la tiras de cabeza.

            Porque estaba parada bien firme.

            Entonces el juguete abrió los ojos y movió los dedos. Trozos de pintura seca fueron cayendo al piso para revelar debajo una piel rosita, normal, aunque espolvoreada de blanco. Todos exclamaron “Ah” y se llevaron las manos a la boca. Menos Fátima, a quien le castañearon los ojos de la emoción al ver el vestido azul de la muñeca, que entre el azul y el blanco parecía traer puesto un pedazo de cielo despejado.

            Cuando logró zafarse de la capa de pintura aprisionante, la muñeca viva se dirigió hacia la persona más cercana, que era Braulio, y lo rodeó con sus brazos. En ese instante el chico pegó un grito, un aullido de animal quemado. Otra niña, Juana, intentó agarrarla del brazo, pero en cuanto la rozó con la mano, se alejó de ella como si fuera un comal ardiente. Entonces los mirones reaccionaron como atizados en el trasero por el mismo hierro caliente que parecía quemar a Braulio y a Juana. La clase hizo un círculo alrededor de la niña-muñeca, acorralándola como si se tratara de un animal salvaje. A cada uno de sus movimientos, una pierna o un torso le cortaban el paso.

            Durante toda esa escena, Fátima estuvo observando con cuidado la cara de la niña blanca y vio como su rostro se arrugó en una mueca de anciana al ser rechazada por Braulio, y cómo emitía un llanto mudo mientras los muchachos la rodearon. Sintió ganas de llorar por ella y al mismo tiempo, pudo oler su falta de aroma. Esto le interesó. Entonces se envolvió la mano con una bufanda y gritó “ahí vienen más”. Cuando todos sus compañeros voltearon hacia el cielo, los rayos del sol los dejaron ciegos por un instante. Cogió a la niña blanca del brazo y echó a correr hacia el bosque.

            Corrieron tan rápido como permiten los mocasines escolares. Iban a una misma velocidad, un mismo ritmo, parecía que lo tenían ensayado. Los demás alumnos las persiguieron por un buen cacho, pero una vez que ellas alcanzaron el límite del bosque, dejaron de hacerlo.

            Al cruzar entre los primeros árboles, Fátima empezó a sentir su corazón agrandarse, enorme y soltó una risa. La risa que aparece cuando se corre por correr. Estaban escapando ¿o llegaban a casa? El bosque que tanto la llamaba había conseguido meterla en sus entrañas. Al reírse Fátima la otra hizo ruidos extraños, unos ronquidos rítmicos, que debían de ser una especie de risa pues sus labios sonreían.

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