Catetos


En esta tierra gobernamos los niños. Los adultos lo saben y nos temen, cierran sus puertas con candados pesados y han puesto rejas de hierro sobre las ventanas. Dicen que incluso comemos vidrio, y nos avientan piedras para ver si nos las metemos a la boca.

Ya no nos llaman niños. Ahora somos changos, salvajes, bestias. A veces sólo “esos”. Nosotros nos nombramos catetos sin saber por qué. La infancia se nos salió de encima, rápido-rápido en forma de arañitas que escaparon en mil direcciones del fuego que se prendió cuando nos quedamos solos. Cuando los padres dijeron: huyamos.

Entonces, miramos cómo los Gourdif salieron a empacar en la calle vacía, nos asomamos a verlos. El silencio nunca absoluto hacía que la pareja se respingara y estremeciera con el murmullo de las hojas sobre el piso, con el ruido de pisadas imaginarias. El viento le agitaba el pelo a la señora y ella se aferraba con fuerza a un abrigo de piel gastada mientras subía cachivaches a una camioneta sin rines. El señor hacía lo mismo. En equipo cargaron ganchos llenos de ropa, electrodomésticos viejos, objetos que recordaban arte y víveres. Eso no pasaría hoy. Si esa misma escena se repitiera ahora, les caerían encima al menos veinte catetos con furia. Les saquearíamos hasta el último grano de arroz.

Una vez llena la camioneta, subieron los muchachos. Uno, dos, tres, cuatro y cerraron la puerta. Muy extraño, pues era sabido que los Gourdif eran seis. Esa noche, retumbaron nuestros oídos con los llantos de los menores de la familia que en otra época fue símbolo de elegancia y progreso; antes del desabasto, de la rapiña, de la desaparición del gobierno que se llevó con él todos los servicios. Papá y mamá Gourdif fueron los primeros en huir dejando críos atrás. Pensarían que esas bocas adicionales eran excesivas, que quizá serían la causa de la desgracia última, si es que aún existía algo peor. La gente los juzgó; luego, hizo lo mismo.

Las familias llegarían a un pueblo distinto. Descargarían sus camionetas llenas de basura para encontrarse con la ausencia de luz, de agua, de fe. Todo igual. Recordarían a esos dos o tres o cinco niños que abandonaron y la vergüenza les impediría volver por ellos.

Así que Beco y Mimi Gourdif fueron los primeros catetos. Tenían seis y ocho cuando empezaron a hacerse cargo de sí mismos. Por eso esta estúpida casa colonial es nuestra. La adecuamos y nos funciona de cuartel de guerra. Hay compartimientos de municiones, cajones y baúles con cuchillos, pedazos de vidrio, bombas fétidas, cuerdas, piedras y resorteras. Hay un cuarto lleno de hamacas y de catres y de piso para descansar boca arriba, sin cerrar jamás los dos ojos. Hay traidores y hay ratas. Hay un Cuarto Reunión decorado con frascos y vitrinas donde decidimos las reglas. Hay un sistema de desagüe porque, aunque nos llamen monstruos, no nos gusta vivir en la mierda.

Anoche llegó un muchacho nuevo, debe tener siete años. Lo adivinamos por su voz, pues de alto parece tener cinco. Cachetes de manzana manchados de algo dulce, con pegostes de caramelo y polvo. Piel de chocolate, pelo puntiagudo de tan lacio, pantalón pants grande para su tamañito sin vitaminas B, D, Z, sin escuela y sin proteína animal.

Tocó la puerta con puño pequeño y nosotros hicimos un semicírculo del otro lado. ¿Quién toca esta puerta? Nadie. Nosotros entramos y salimos de casa por túneles que recorren la ciudad y desembocan en pozos, coladeras y trampillas por las que entramos a donde queramos entrar. Pero la puerta tocó el nudillo, seco y constante, hasta que abrimos. El niño con cachetes de manzana tenía los ojos húmedos pero los colmillos de fuera. Con su voz de siete años dijo: tengo hambre. No fue una súplica, sino un desafío. Hubo una pausa. Después Mimí lo golpeó en la cabeza y cayó como un edificio. Lo arrastramos de los tobillos al Cuarto Reunión y ahí discutimos con voces bajas que juntas suenan al rugido de un mar agitado. En cuanto decidimos se calmaron las aguas y esperamos a que despertara para explicarle el reto. Le daríamos una oportunidad.

No importa si quince años o cuatro, todos nos sometemos a la misma prueba para convertirnos en catetos. Incluso de morritos, tan pequeños que un balón de futbol nos sobrepasa, hay quienes cruzamos la meta con audacia. El terror de dormir solos nos vuelve astutos, mañosos. También existen los perdedores. Si no pasan la prueba, deben salir corriendo y más les vale que no los alcancemos.

Las instrucciones son simples: someter al animal del Baldío y traer evidencia de ello. Hemos coleccionado en nuestros tarros de vidrio mechones de pelo, uñas, dedos, pedazos de piel, incluso una oreja. Pero a pesar de sus caídas, el animal sigue vivo y es difícil de atrapar. El Baldío es un espacio amplio donde no hay nada, pero está lleno de cosas. Ahí sucede la vida salvaje; si lloviera, sería la jungla.   

Tienes hasta que salga el sol, le dijimos, y salimos corriendo entre las sombras del campo haciendo crujir la tierra bajo nuestros tenis, tan veloces que el viento gimió al ser rebanado en mil cachos. Nos trepamos a los árboles, nos camuflamos aplastando el piso con nuestro pecho, nos ocultamos tras camiones destartalados. Desaparecimos. Quedó solo un muchacho en medio de la planicie y muchos pares de ojos observándolo. 

Debíamos estar atentos, vigilarlo. Así vimos cómo el chico cachetudo deambuló por el Baldío las primeras horas, pateando latas vacías y mirando a su alrededor, sin saber qué hacer. Ocultó los colmillos y se agarraba la panza botada de tanta hambre. Parecía un crío. Después de un tiempo, se subió sobre un tambo volteado y empezó a gritar. Echó un aullido que hizo temblar su cuerpecito de puños y ojos apretados. Luego, brincó y se acostó en el suelo, tumbado de piernas y brazos extendidos, una estrella inerte. ¿Se tiró a dormir?

Silencio.

Ningún movimiento.

Surgieron ruidos en la oscuridad. Las ramas y la basura se removieron bajo el peso de un caminante. Ahí estaba el animal, con su piel floja y arrugada, moviéndose alrededor del infante acostado. Caminaba como un orangután, recargando el peso en los nudillos y los pies, encorvado sobre sí mismo, con los largos mechones de pelo blanco rozándole los codos. Ágil, casi un felino. Viejo pero audaz. Se acercó desconfiado a olisquear el cadáver, después se alejó y repitió la operación dos veces. Una lengua áspera recorrió la piel de manzana. Al tercer lengüetazo, en un movimiento súbito, el niño volvió a la vida, le agarró un brazo al animal y lo mordió.

Nos estremecimos con el grito añejo del animal y con el chasquido de la carne rota, de las mandíbulas del chico triturando sangre, tejido y cuero rancio. El sonido húmedo de muelas masticando y una panza llenándose. 

El niño ocultó el susto cuando finalmente miró con atención al animal y descubrió que era una persona.

Entonces dijimos: bienvenido.

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