De día y de noche


Ser mensajero es difícil. Se lo que piensan ¡Que exagerado! Pero me gustaría que recuerden cada vez que han recibido un paquete ajeno por equivocación o encontrado entreabierto el sello de una carta. Les aseguro que la rabia que han sentido jamás cae sobre el responsable. Cae sobre nosotros, los mensajeros. Pero sonrío al pensar en las muchas historias que contaré a mis nietos. Aunque en este trabajo se ve y se sabe todo, nadie me considera una amenaza. Piensan, sólo es el mensajero ¿A quién se lo va a contar? Pues a mis nietos les digo.

            Cuando tengan edad, les contaré lo que sucedió en el número 42 de la calle Dr. Atl en la Colonia Santa María. La que da de frente al kiosko. Pero la que tenía la barda de metal oxidado, no la de los naranjos. La de los naranjos es en realidad un hogar para ancianos. La casa 42 era una construcción elegante, según decían. Digo era porque unos meses después del incidente la residencia quedó vacía y nadie quiso habitarla, o más bien, a nadie le alcanzó para comprarla.

            Cada vez que había alguna noticia para el señor, yo tenía que cruzar aquella barda y andar por el sendero de piedra que conducía a la entrada principal. Atravesaba el jardín, verde sin importar la estación, caminando entre las estatuas acomodadas a modo de pelotón. Era el tipo de casa con la que me tomaba mi tiempo antes de tocar el timbre. Sabía que no había perros, pero siempre me invadía la sensación de que al llamar aparecerían tres Doverman con espuma en el hocico. Lo más inquietante de la casa era que las mascotas de los vecinos parecían evitarla. Si acaso se encontraba a alguien paseando un perro, gato o tortuga, el animal aullaría, pelearía o hasta se haría el muerto con tal de no pasar frente a la residencia.

            Era una casa imponente, aunque no tanto como quien la habitaba. En ella vivía sólo el Sr Jacob. Daban de que hablar tanto uno como el otro. Su aparición en la pequeña ciudad fue como la de una mancha de humedad en la pared. El día que la descubres no puedes recordar desde cuando está ahí y por más que tratas de ignorarla, tu mirada se clava en ella a la menor oportunidad. Unos decían que se había instalado en la gran mansión hacía unos quince años, otros aseguraban que tenía al menos treinta. Lo que es seguro es que el rigor de su rutina volvió el pasar del tiempo imperceptible en él. Camisa planchada y caminata a las seis. Siempre tuvo esas patas de gallo ¿no? Usó esa boina gris por años ¿o antes era negra? Sin duda lo hacía ver muy elegante.

            Alrededor de él nacieron tantas leyendas que no podría mencionarlas todas. Las madres les decían a los niños: no jueguen tin tin corre en ese casón, que si los atrapa Don Idilio, los torturará por mal portados. Todos pensaban que Idilio Jacob guardaba un secreto. Varios intentaron sobornarme para conocer el contenido de sus cartas. Confesaré que sentí tentación alguna vez, pero sé que ser mensajero es una vocación de honor. 

            En una de las tantas que fui a entregarle una carta de Italia, toqué la campana con el nerviosismo que siempre me acompañaba a esa puerta. Atendió él mismo. Eso hacía al tratarse de mí, supongo que por ser portador de noticias. Sin embargo, un sentido extraterrestre me dice que yo le agradaba, aunque nada me lo comprobó. Antes de ese día no le temía, sólo me asustaban las cosas que lo rodeaban: el silencio, el dinero, la soledad.

            Abrió la puerta distraído y esperó a que le entregara la carta. No me la pidió, no me saludó. Cuando lo hice, me miró por primera vez. Sus ojos eran implacables. Tal vez por eso la gente no se le acercaba, tenía una mirada de acero. 

            Agarró el pedazo de papel con fuerza y vi que sus uñas tenían manchas rojas. No quiero dramatizar, pero eran color sangre. Traté de actuar con naturalidad, ignorando el cosquilleo en mis cachetes y el sudor en mis manos. Don Idilio se dio cuenta de mi reacción porque se apresuró a meter la mano al bolsillo del abrigo, cómo recordando de pronto que debía ocultarla.

            – ¿Algo más? – En segundos fui presa de la mirada poderosa que leía mis pensamientos y me odiaba por ellos.

            – Nada, hasta pronto.

            Por primera vez entendí los rumores que antes me irritaban.

            La prudencia me indicó nunca más volver, pero el deber me mandó de vuelta tan sólo unas semanas más tarde. Doña Claudia, la panadera, me pidió que me apurase a la casa 42, que avisara al señor que su madre andaba mala, allá por Italia, que debía cogerse un tren de inmediato, que no había tiempo que perder. Me lo dijo con tal angustia que salí corriendo.

            Al llegar a la puerta de madera, me sorprendió encontrarla entreabierta. Grité su nombre para hacerlo salir. No lo hizo. Confieso que no grité muy fuerte, temeroso de despertar algún espíritu. Escuché música dentro. Pensé “Claro, por eso no contesta”. Y con todo el valor que conlleva el mensajerismo, me adentré en la mansión.

            La luz y la música venían juntas de un cuarto al final del pasillo. No puedo recordar el interior de la casa por más que lo intento, creo que no desvié la mirada en mi camino hacia la habitación. Llegué hasta el origen del sonido y me asomé despacio.

            Escribo las cosas tal cual las vi para sacarme el secreto de encima tras años de cargarlo conmigo. Esa noche vi a Idilio Jacob bailando despacio al son de la música, enfundado en un vestido de noche. Diría que era de seda, al igual que la boa que traía amarrada al cuello. Se movía suave y elegante. El juego de luz y sombra de su cuerpo deslizándose frente a la chimenea me dejó hipnotizado, no sabría decir por cuanto tiempo. Susurré su nombre, con pena de romper el hechizo. 

            Volteó a verme con esos ojos que antes me parecieron duros. Estaban irreconocibles, rodeados de manchas negras de maquillaje corrido por las lágrimas. Su boca roja intentó saludarme antes de curvarse hacia abajo, apresado por la vergüenza. Se arrancó la peluca rubia y la arrojó a la alfombra. Se cubrió la cara y pude ver su manicura perfecta color sangre antes de que soltara un gemido corto.

            Me acerqué sin saber qué hacer. Con ganas de poner una mano en su hombro, con miedo de hacerlo. Me miró suplicante. Entonces le sonreí con complicidad, intentando decir con mi cara: “No se preocupe, sólo soy el mensajero”.

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