crash


Maura camina rápidamente. No corre, ni siquiera podría decirse que trota. Simplemente anda con rapidez. Le duele el brazo derecho y la sangre que le escurre de la cabeza hasta el cuello, no termina de secarse. Cuando sus ojos no registran la avenida en busca de transeúntes, mira las derruidas casas que adornan esa calle de la colonia Roma. Su mente arma rompecabezas: pasando la estatua giratoria de Cantinflas, la casa rosa con herrería verde, el cantabar gay con entrada de cristal. En esos rumbos desconocidos, la información puede serle útil. Si es que debe volver. Si es que se pierde. Escucha una sirena y dobla en la siguiente esquina a la derecha para esconderse entre las sombras.

            Es la segunda vez que escapa.

            La última vez era más joven, menos guerrera. Salió a la avenida principal tras golpear a un cliente, un debilucho de cuerpo y carácter. Corrió a los brazos de un policía que comía tacos de barbacoa en un puesto. Le explicó todo, apurada, entre sollozos. Le pidió auxilio, refugio. Él la miró a los ojos, la subió a la patrulla y la devolvió a la parte trasera del restaurante. A ese oficial volvió a verlo más adelante, cobrándose el favor con alguna de las otras chicas.

            Ese maldito oficial la había entregado a Fausto como si fuera su posesión y esa vez sí que le dieron su merecido. En la golpiza perdió dos dientes. Estuvo dentro del cuartito sin comida ni agua por cuatro días. Luego vino la violación grupal. Más que el dolor físico, él sabía que así la destruía. ¿Cómo volvería a huir si ya no tenía cuerpo, si ya no era nada? No tras el denigre comunal, tras la humillación. Pero se equivocó.

            El coche se aleja y con él, el único sonido de la noche. Regresa a la calle y aprieta aún más el paso. Los zapatos no le permiten ir más rápido. Reconoce los síntomas: dolor de cabeza, nudo en la garganta, leve temblorina. Debe controlar el ataque de pánico antes de que se apodere de ella, si no, la encontrarán y todo estará perdido. Maura hace una pausa, respira hondo y recuerda aquella frase que aparece en su memoria sin causa aparente. La repite como un mantra, sin prestarle atención. Es la frase inicial de la película Crash, casi el único inglés que conoce. “It's the sense of touch. En cualquier ciudad por la que camines, pasas muy cerca de la gente y ésta tropieza contigo. En los Ángeles nadie te toca. Estamos siempre tras este metal y cristal y añoramos tanto ese contacto que chocamos contra otros sólo para poder sentir algo” ¿Qué no era eso lo único que ella había buscado? Contacto con otro cuerpo. Fausto pudo verlo y fue así como la sedujo. Vio como ella estaba dispuesta a estrellarse contra lo que fuera.

            Fue en los tiempos en que su madre estaba ya demasiado débil, así que su padre había dejado de golpearla. Los puños se tornaron en su contra. Y peor, en contra de Jimena. Salió de la secundaria una tarde y fue a la plaza a intentar leer un poco de ese libro infantil en inglés. Apenas lograba descifrar algo. Él llegó y se sentó a su lado. Fausto. Era extremadamente guapo. Le sonrió. Tras una breve introducción, pronto estaban hablando de películas y de libros. Se quedaron ahí hasta que empezó a oscurecer. Terminaron compartiendo sus miedos y sus sueños, incluso el de irse a los Estados Unidos. Ella tuvo que abandonar ese paréntesis de fantasía para volver a la oscuridad que era su hogar.

            A partir de ese momento, Fausto fue una presencia constante. Le mandaba una flor diaria a la escuela. Todas distintas. “Porque tu belleza me impacta diferente cada día” le decía. Ella se enamoró como se enamoran los solitarios, como se enamoran las niñas de trece años que quieren crecer, como se enamoran los traicionados. Se enamoró absolutamente.

            Empieza a sentir algo de frío. Probablemente sea la falta de comida, pues no parece que la temperatura haya bajado. Quiere que el tiempo pase más rápido. Como no tiene control sobre esto, empieza a trotar. Se detiene, consiente de que eso llama la atención. Pero ¿de quién? Parece que nadie vive ahí. “En los Ángeles nadie te toca”. Mira al cielo y calcula que deben de ser las cuatro de la mañana. Aprendió a medir la hora con la luz cuando estuvo en Tlaxcala.

            Cuando Fausto le pidió que se casaran, solo dudó por Jimena, pero él le prometió que se harían cargo de ella. Cuando se la llevó a vivir a Tlaxcala, tardó en darse cuenta de que algo no andaba bien. Entraban y salían de casa demasiados hombres y demasiadas niñas. Nadie hablaba con nadie. Solo susurraban.

            Un día Fausto la despertó muy serio en medio de la noche. Habló con pena al pedirle que cooperara en el restaurante familiar, que las cuentas ya no estaban dando, que ya no podía mandar dinero a casa de Maura. Ella, solícita, le dijo que ayudaría en lo que hiciera falta. Al día siguiente la mandaron al restaurante con un primo de Fausto. Ahí, la vendieron por primera vez.

            Fausto, su primer y único amor. Su persona de confianza, su salvador.

            Fue un cliente el primero que la violó. Fueron clientes los que se rieron de su llanto, los que se hicieron pipí sobre ella y la escupieron. Hubo algunos nobles, eso seguro, pero todos perdidos por los arranques de la pasión. Todos esclavos de sus deseos. Fue también un cliente el que le dio el arma. Su verdadero héroe, Luis. Hasta su nombre le suena dulce. Al ver las marcas de quemaduras en su espalda, los ojos se le llenaron de lágrimas y prometió volver. No era el primero en decir algo así. Pagó la noche para escucharla, intentando entender por qué no se había ido, por qué no podía hacerlo. Luis volvió con la pistola envuelta en una sudadera. Maura sintió un poco de calor esa noche.

            El adormecimiento le corre desde el hombro hasta la punta de los dedos. Es curioso que le duela más el brazo que la cabeza. O que las piernas. Pero ese detalle no sale en las películas. Nunca se les sacude el brazo a los criminales que disparan un gatillo. Eso nunca sale. Siempre parece que es cosa de apretar un botón. Tampoco esperaba el shock, pues Maura ha visto morir a muchas. Desangradas por los golpes, de sobredosis, algunos suicidios incluso. Pero nunca había visto caer a un titán, a un poderoso. No sabía que caídos todos parecen humanos. No sabía que le dolería el alma. Ni siquiera sabía que aún tenía una.

            Sigue caminando aprisa. Pronto llegará el amanecer y Maura se perderá entre la gente. Quizá alguien la rozará al pasar y la mirará a los ojos. Quizá alguien realmente la ayude esta vez.

            Si no es el caso, se las apañará sola.

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