martes de murciélagos


“… dice que los grillos hacen ruidos siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto.” - Juan Rulfo (Macario)

Martina esta tirada en el sillón, una pierna sobre el recargabrazos y otra en el piso, lo cual le permite una cómoda separación de los muslos. Intenta leer un artículo sobre la obra de Rulfo, un homenaje a los 100 años de su nacimiento, pero no entiende mucho. No recuerda sus cuentos a pesar de haberlos leído en la Universidad. Nota que el artículo está firmado por una tocaya: Martina Estanislao ¡Martina! Cuanto detestaba su nombre cuando era más chica, le sonaba a martes y odiaba los martes, un día muy cómo miércoles, pero con sabor a lunes. “Martes de motores”. Su padre la sentaba en sus piernas, un par de incómodos robles, y la hacía ver el show de Discovery. Con las voces dobladas hablando por encima del ronroneo de las máquinas, no lograba siquiera echar siesta y entonces, fantaseaba. Soñaba con ser alguien más: Celine Dion, Britney Spears o Melissa Joan Hart (la bruja adolescente). Ahora fantaseaba con ser Rulfo: eterno y breve, muerto. Sintió ese familiar remolino en el estómago y pensó en Timmy.

            Martina se sentía culpable por la muerte de Timmy. Por ponerle ese estúpido nombre igual al del personaje de “Un Cuento de Navidad”. Se tardó en descubrir que la vida no es una película de Disney, ni un clásico, aquí ningún fantasma la despertó a media noche para redimirla. Un chiquillo parlanchín tiene una madre casi muda, habla y habla y se estrella contra un muro de silencio. La única respuesta posible es una mirada reflexiva, una mueca, una sonrisa efímera, un guiño. Esto, más el sofocante calor, fueron la fórmula perfecta para una enfermedad terminal. Después de eso a Martina nada le quedó en el mundo más que sus ensoñaciones y ese santo gringo con el que se casó, que no tardaría en hartarse de su mujer que se comporta igual que una silla.

            Avienta la revista literaria a un lado y prende la tele, cambia canales durante veinte minutos antes de decidirse por uno de cocina. Las manos perfectas que rallan cascara de limón la hipnotizan y consigue así olvidar el tedio y el calor por un instante, hasta que entra Paul.

            Paul es su esposo. Tiene la cara cuadrada y cuando abre la boca lo hace en línea recta como un cascanueces, o como una caja registradora. Es bueno, tiene una sonrisa muy especial que usa en ocasiones especiales, usa lentes y una pulsera de cuero negro desde que perdió a su hijo.

            – ¿Estás lista para esta noche?          

            – No.

            – ¿Piensas ir así vestida?

            – No.  

            Se miran en lo que él mueve nerviosamente los dedos, buscando algo más que decir. Ella desea con todas sus fuerzas que el calor desaparezca y que de paso se lleve a Paul con él. Finalmente, el hombre se aleja derrotado y Martina se queda pensando en cuán vacío se ve el umbral de la puerta sin su marido allí parado. Siente un aleteo en la panza, un movimiento. Se imagina que es su soledad que, de tanto comprimirse, se ha vuelto líquida, o quizás magmática, con fuerza propia. La sepultó bajo ladrillos enormes, bajo bloques de silencio que son los mismos que levantan el muro que la separa del mundo. Hoy, su soledad se siente como un ser vivo.

            Paul deja atrás a Martina con su cara de zombi y entra a la cocina a prepararse unas quesadillas. Va por la cuarta cuando se detiene, pues es martes y si no come durante la cena con su esposa, no sabrá qué hacer con su boca. Esa mujercita suya… Hoy le haría la propuesta. Era una locura, pero Sergio, su amigo del supermercado, le había dicho “Mira güey, si con esto no reacciona, ya le dio la pálida permanente”.

            ¡Ay, Martina! No siempre fuiste así, cuando éramos novios eras una chica normal, tan ordinaria que me fue imposible no enamorarme. Eras sencilla y alegre, nada fea, nada tonta. Platicabas poco y decías cualquier cosa, lo interesante siempre lo guardaste para ti. Pero un día le declaraste la guerra al mundo y ahora no sé qué hacer contigo. No sonreíste en nuestro quinto aniversario, no bailaste en la boda de tu hermana, no lloraste en el funeral de nuestro hijo…

            Paul se da un regaderazo con agua fría, en esta época es lo único que lo relaja. Se pone una camisa de rayas, unos pantalones y algo de loción. Está particularmente nervioso para tratarse de una cena rutinaria con su mujer. Cuando baja a la cocina Martina ya está lista, se arregló un poco y se ve contenta, aunque se toca la panza como cuando tiene cólico.

            – Marti, ¿te sientes bien?

            – Sí.

            – No tenemos que salir si no quieres.

            Ella lo toma de la mano y se dirigen al auto. Ya en el restaurante japonés, el hombre rubio decide arriesgarse a rescatar lo que ha perdido.

            – Mira, Marti, siempre nos hemos llevado bien, nunca peleamos. Nuestra relación es buena, pero nos estamos quedando sin chispa, ¿no crees?

            – No sé.

            – Bueno, pienso que estamos cayendo en algo de “rutina” y tal vez sería bueno, no sé, animarnos un poco.

            – ¿Cómo?

            – Pensaba que podemos – Paul tose y se aclara la garganta – Podríamos ir a una fiesta de swingers.

            Martina voltea a verlo con la cara ladeada, realmente sorprendida, y él se pone como tomate.

            – Son estos lugares donde...

            – Sí sé y no.

            Paul suelta el aire por la boca y toma la mano de Martina. Tiene tantas palabras reconfortantes que decirle, pero sabe que para a ella no significan nada. Le levanta la cara y cuando sus ojos se enganchan, le regala la más personal de sus sonrisas. 

            Martina ve a su esposo a los ojos y se conmueve con ese gesto tan suyo, le recuerda a Timmy y la panza le duele más que nunca. Siente un revoloteo intenso, el intestino es un globo mutante, que se acopla a aquello que lo golpea y los jugos se agitan como tormenta en altamar, le suelta la mano a Paul para aferrarse a su estómago. Tiene la cara roja, está sudando e intenta con todas sus fuerzas contener el gemido que se le agolpa en la garganta.

            Paul, preocupado, se levanta y le da la mano como lo hizo el día del parto de su hijo. Pide un doctor a gritos o cualquier ayuda. Le seca el sudor con la servilleta blanca del restaurante.

            Martina siente que algo le camina por el esófago, algo sube con rabia destruyendo los pedazos del muro que ella construyó con tanto cuidado. No deja de sudar, pero ya no siente el calor, suelta un aullido feroz, como si fuera devorada por un animal.

            Paul se da cuenta que hay algo enorme en la fina garganta de su mujer, algo que le ensancha el cuello a su paso. Empieza el grito y Martina abre la boca enormemente dejando salir un animal negro, viscoso de fluidos corporales, que extiende las alas y vuela hacia la salida.

            Los dos quedan atónitos, pero eso sí, tomados de la mano.

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